Entre la semana pasada y ésta se ha reflexionado de manera continuada en no pocos blogs que habitualmente seguimos, sobre cómo los arquitectos (y nuestro proceder) nos relacionamos con el resto del mundo. Esto es: ¿Se nos entiende? ¿Se entiende lo que hacemos?
Daniel comenzó reflexionando sobre si es normal que a bastante gente no le guste lo que hagamos, posteriormente n+1 nos hablaba de la ética y la estética en nuestra profesión. Días mas tarde Stepien y Barno se preguntaban que ¿por qué a ciertos arquitectos no se les entiende nada de lo dicen? Nos descubrían los secretos de "hablar en arquitecto", para finalmente Miguel y Lourdes hacerse la pregunta del millón: ¿Quién lleva la razón el cliente o el arquitecto?.
Mi opinión personal la he vertido en alguno de estos blogs, pero lo que realmente me ha movido a realizar este post ha sido el recuerdo incesante de un escrito de Alejandro de la Sota que viene que ni pintado al hilo de esta discusión y que me veo empujado a transcribirlo en parte, ya que creo que puede ser clarificador:
"Un buen día dejé de trabajar y procuré pensar libremente en lo que hacía y se hacía. Ese mismo día empezaron a desprenderse tantos añadidos que a cualquier pensamiento serio sobre Arquitectura se abrazaban, se pegaban como auténticas lapas, crustáceos. El resultado limpio era atractivo y pensé que también podía llamarse Arquitectura, tal vez arquitectura, y disfruté con esa a minúscula, ya que me bastaba para resolver los problemas que siempre la arquitectura tuvo que resolver: ordenación del mundo en donde desarrollamos nuestra vida.
Resultaba, además, que la limpieza obtenida sin crustáceos exigía, por sí y para sí misma, un cuidado muy grande en planteamientos, en claridad de esquemas, hasta en composición, y que exigía también una delicadeza y una fina sensibilidad, que tal vez, la Arquitectura al uso podía saltarse ya que luego podría ser tapado un no tan puro arranque."
Alejandro de la Sota. Hoja manuscrita. Sin fecha.